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Crítica: «El árbol de la vida». Sin lugar para el cine

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Nos encontramos en una época en la que los premios en general no son indicadores de nada. De hecho, puede decirse que muchas veces son contraproducentes para con los filmes premiados.

El caso de El Árbol de la Vida puede ser emblemático a este respecto. Es nada más y nada menos que la última ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes. Sin embargo, el filme resulta ser, si bien un espectáculo visual interesante, un relato anodino y totalmente previsible que no genera ninguna emoción.

La película gira en torno a Jack –interpretado por Sean Penn–, un hombre en conflicto existencial por la difícil relación con sus padres –Brad Pitt y Jessica Chastain– y la pérdida de uno de sus hermanos. Es una historia explorada mil veces en el cine. El problema no es la historia en sí, sino la manera en que es plasmada por Malick.

Los temas tratados en el filme son totalmente triviales. Es cierto que los tópicos en los que indaga el cine son casi siempre los mismos dado su carácter universal. Pero donde El Árbol de la Vida deja un sabor amargo es por la forma en que son investigados. ¿Qué es Dios? ¿Cómo es? ¿Existe? ¿Cómo saberlo? ¿Es bueno? ¿Por qué existe el mal si Dios es bueno? Este tipo de preguntas son las que están presentes casi explícitamente a lo largo de la película. El problema no es que estén ahí, sino que la obra de Malick se queda simplemente en preguntas que hemos escuchado millones de veces.

A cada momento parece haber un subrayado de ciertos temas de manera casi infantil. Ejemplo: durante las escenas en las que se narra la infancia de Jack, el director nos introduce en una sucesión de hechos que nos permiten ver cómo el niño recorre una etapa de indagación y descubrimiento de lo que lo rodea. Es en ese momento cuando, mientras el pequeño Jack recorre una calle con su madre, vemos un plano de un perro amenazante con sus filosos dientes. Jack se esconde detrás de su madre. La siguiente escena es un primer plano de la madre de Jack preguntando: ‘¿Tienes miedo?’. ¿Es esto necesario? ¿No es suficiente el gesto del niño escudándose detrás de su madre ante la amenaza del can invadido por la furia? Como éstos, hay muchos ejemplos que parecen indicar una cierta tendencia de Malick a subestimar al espectador.

En el aspecto visual, El Árbol de la Vida es cautivante. La fotografía del mejicano Emmanuel Lubezki es maravillosa. ¿Pero eso alcanza? Los efectos visuales son impactantes. ¿Pero son necesarios más de 20 minutos de escenas de la creación del universo, incluyendo amebas y dinosaurios? (Como dato extra, estas escenas están acompañadas por música clásica, algo que no inventó Malick sino que le debemos al maestro Stanley Kubrick).

Pero la mayor falla de El Árbol de la Vida es que hay una necesidad permanente de dotar al filme con un ritmo de causalidad que entra en contradicción con las ideas que pretende postular. Si indagamos sobre nuestra fe y existencia, la respuesta desde el cine no puede ser un mero encadenado de causas con previsibles efectos. Sabemos que Jack tiene un padre violento. Lo lógico es que Jack se convierta en un joven violento. Y sí, es lo que ocurre. Y lo vemos, y hay un subrayado de ello. Todo es un dominó. Tal como luego del Big Bang made in Malick, llegan los dinosaurios, que luego serán borrados de la faz de la Tierra por un meteorito. Es decepcionante cuando temas como los nombrados anteriormente son trivializados de tal manera.

El arte es lo indescriptible, lo ambiguo, lo imprevisible, la sorpresa, la duda. La fe es eso. Nuestra existencia es eso. El cine es eso. Pero El Árbol de la Vida no deja lugar para el cine.

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