Críticas de cine

Crítica: «El Padrino, Parte II». La esencia del cine

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Ya no existen películas como El Padrino: Parte II (1974). Ya no hay directores como Francis Ford Coppola, capaces de dirigir dos obras maestras en un mismo año: la citada superproducción hollywoodense y The Conversation (1974), una producción independiente ganadora de la Palma de Oro y el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes de 1974.

Considerada por gran parte del público y la crítica como superior a El Padrino (1972), esta segunda entrega nos muestra a un Michael Corleone en la plenitud de su poder, tanto dentro como fuera de su familia. Mientras se ocupa de expandir sus intereses económicos en el juego, se dedica a suplir la ausencia de su padre Vito Corleone en tanto sostén moral y afectivo de la familia. Claro que, a partir de un intento de asesinato en su contra, su propia paranoia y desmesurada ambición de poder lo llevarán incluso a destruir la estructura familiar que él mismo y su propio padre construyeron previamente.

Si El Padrino giraba en torno al rito iniciático de Michael en el negocio familiar, El Padrino: Parte II representa la caída definitiva de las relaciones familiares del protagonista y su aislamiento final respecto de todas las figuras afectivas que lo rodean. La causa es simple a la vez que compleja: es la ceguera que ocasiona una ambición absoluta por el poder, sea este económico, político, familiar o criminal –es impresionante en este sentido la cantidad de veces que Michael ordena a sus secuaces el asesinato de una persona; matar es ejercer un poder infinito sobre el otro, postulado que la mente de Michael Corleone comprende con claridad y frialdad, puesto que su sed de poder es, justamente, infinita.

Es muy interesante la propuesta que el director Francis Ford Coppola establece sobre el relato. Al mismo tiempo que desarrolla la historia de Michael a finales de los años ‘50, también recorre la infancia, juventud y adultez de su padre Vito, a comienzos del siglo XX. Es magistral la mecánica del guión que permite que dos episodios que, en un comienzo, parecen no estar interrelacionados, se integren a la perfección hacia el final. Así, mientras Michael va eliminando a sus enemigos de dentro y fuera del ámbito familiar, el joven Vito construye paso a paso el sueño americano hasta convertirse en el líder del crimen organizado de Nueva York y formar una familia estable y sólida, cuyo preferido es casualmente el pequeño Michael.

No tiene sentido describir las variadas subtramas, puntos de giro y detalles de un guión perfecto como el de El Padrino: Parte II. Es algo que hay que experimentar mediante el visionado del filme. Vale decir que, tal como en la primera entrega, el desarrollo de los personajes es envidiable, destacándose las actuaciones de Al Pacino, Diane Keaton, Robert De Niro y ese increíble actor que era John Cazale, quien le otorga a Fredo Corleone la cuota de sentimentalismo, calidez y debilidad que contrasta a la perfección con el personaje de Michael. Puede parecer obvio, pero nunca está demás elogiar la fotografía del gran Gordon Willis, el diseño de producción de Dean Tavoularis y la música de Nino Rota y Carmine Coppola. Otro gran mérito de Coppola es, justamente, poder mantener el mismo equipo técnico a lo largo de toda la trilogía, lo cual dota a los tres filmes de una coherencia estética y narrativa magistrales.

A pesar de las nuevas tecnologías y formatos que surgen cada tantos años y que sirven como intentos desesperados por revitalizar una industria en lenta decadencia, El Padrino: Parte II, tal como su antecesora, representa la esencia del cine clásico, o del cine a secas; es decir, ese enorme poder de conmovernos que tiene un filme bien contado, atractivo, capaz de exponer con claridad un aspecto del mundo que no logramos ver o comprender del todo.

El Padrino: Parte II es sin ninguna duda una parte ineludible de la historia del cine, un relato que debe ser recorrido y revisado sin más, no sólo por cualquier fanático del séptimo arte, sino también por cualquier persona que se precie de ser un amante de las buenas historias clásicas que están destinadas a vivir por siempre.

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