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Crítica: «Dolor y dinero». La película perfecta

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Crítica: "Dolor y dinero". La película perfecta

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Entre Noviembre de 1994 y Junio de 1995, un grupo de asiduos asistentes al gimnasio Sun de Miami, encabezados por los jóvenes Daniel Lugo y Noel Doorbal, pusieron manos a la obra y comenzaron a ejecutar una maniobra que ya venían planeando desde hacía varias semanas: secuestrar a Marc Schiller, un reconocido empresario de la zona, con el objetivo de forzarlo a aprobar con su firma una maniobra legal para ceder su propio patrimonio al grupo delictivo. Luego de torturar durante varios días a Schiller y finalmente intentar asesinarlo simulando una muerte accidental, Lugo y su banda de malhechores se hicieron de los bienes de la víctima mediante la falsificación de varios documentos con la ayuda del notario John Mese, amigo de Lugo. Claro que los delincuentes no tuvieron en cuenta un detalle clave: Schiller no había muerto. Cuando el dinero se agotó a partir de los excesos y el despilfarro, la banda planeó un nuevo golpe para hacerse con el dinero de Frank Griga y su joven esposa Krisztina Furton, pero la maniobra terminaría en el cruel homicidio del matrimonio. En Junio de 1995 Lugo, Doorbal y media docena de cómplices fueron arrestados a partir del trabajo del detective privado Ed Du Bois, contratado por Schiller ante la insólita inacción de las fuerzas policiales. Luego llegaría el juicio y un veredicto contundente: pena de muerte para Lugo y Doorbal, y duras condenas al resto de la banda.

Esta es la historia en la que se basa Pain & Gain (2013), la nueva película del polémico Michael Bay. Protagonizada por Mark Wahlberg, Dwayne ‘The Rock’ Johnson, Anthony Mackie, Tony Shalhoub y Ed Harris, el filme representa el trabajo más moderado de Bay a la fecha, al menos en cuanto a su factura técnica. Con escasas escenas de acción y sin secuencias de efectos especiales, el director de la –hasta hoy– trilogía Transformers (2007-2011) logró llevar a la pantalla grande una historia que permaneció en el olvido durante muchos años y que, según sus propias palabras, estaba muy entusiasmado por contar.

Si hay una película de la cual Pain & Gain se nutre directamente es Natural Born Killers (1994). Es evidente la inspiración de Bay en la icónica obra de Oliver Stone sobre la Generación X y la era del vídeo y la TV por cable, y no sólo en cuanto al contexto temporal. En aquel filme, el director de JFK (1991) basa los personajes de Mickey y Mallory Knox en un caso real –la ola de asesinatos perpetrada por los adolescentes Charles Starkweather y Caril Fugate, retratada también en la excelente Badlands (1973), de Terrence Malick– y convierte a su cinta en un alegato en contra de la violencia y la exaltación y manipulación de la misma por parte de los medios de comunicación a partir de puro montaje cinematográfico y fotografía. Bay, en cambio, que tiene entre manos una historia increíble con los ingredientes suficientes como para hacer algo similar, logra todo lo contrario.

Si hay algo que caracteriza el caso real en el que se basa Pain & Gain es el nivel de surrealismo que alcanzaron ciertos hechos. El accionar de los asesinos es un ejemplo de ello, lo cual se refleja patentemente en la escena del filme en la que Lugo y Doorbal van a devolver a una tienda de compras una motosierra llena de restos humanos luego de que ésta dejara de funcionar mientras descuartizaban un par de cadáveres. Pero aún más insólito que esto es el comportamiento del departamento de policía de Miami. Los policías asignados al caso luego de la denuncia de Kershaw –seudónimo de Schiller en la cinta–, desestiman su testimonio producto de sus prejuicios en contra de la comunidad judeo-colombiana, de la cual Kershaw forma parte. La inacción policial fue una constante a lo largo de los siete meses que mediaron entre el secuestro de Schiller y el arresto de la banda del gimnasio Sun, y es la razón principal por la que los asesinos tuvieron vía libre para hacerse ilegalmente de los bienes patrimoniales de Schiller y posteriormente asesinar a Griga y su esposa. Es cierto que las adaptaciones cinematográficas gozan de ciertas libertades por una cuestión natural, como es la necesidad de condensar un amplio abanico de hechos y puntos de vista en unas pocas acciones susceptibles de ser contadas en 120 minutos. Pero la decisión de los guionistas y Bay por concentrarse únicamente en las andanzas de la banda de asesinos en lugar de sopesar sus acciones junto con la estupidez policial resienten la historia y le quitan atractivo. Como contraejemplo, no hay más que recordar aquella joya del cine de terror The Abominable Dr. Phibes (1971), protagonizada por Vincent Price, que no es más que una comedia de enredos policiales.

En una reciente entrevista al medio estadounidense Miami New Times, Bay declaró que Daniel Lugo y sus cómplices del gimnasio Sun “buscaron el sueño americano por todas las maneras incorrectas” hasta que finalmente se impuso la ley. Lo que los hechos demuestran es que la ley no se hizo presente cuando debía y no pudo evitar la violenta e injusta muerte de dos personas inocentes como lo eran Griga y su esposa. Seguramente, la idea de Bay era mostrar la imposibilidad del éxito económico fácil, un discurso muy en boga por estos días en los Estados Unidos a partir del derrumbe de la economía local producto del libertinaje de los multimillonarios directivos de los grandes bancos de inversión, quienes buscaron dinero fácil a expensas de la destrucción de los ahorros de la población. Pero al dejar de lado la figura de la policía de Miami, una pata importante de la historia encargada de ponerle un coto a los excesos y transgresiones de los asesinos, Bay sólo se dedica a nadar por la superficie.

Y aquí hay un punto importante. A Bay en realidad no le interesan las atrocidades que han cometido los asesinos, sino plasmar cuerpos inflados, musculosos, lubricados y torneados. No le preocupan los desastres burocráticos de la institución policial sino que prefiere las aguas celestes de la costa de Miami que envuelve los bikinis fluorescentes de los cuerpos operados de blondas modelos veinteañeras. Las bromas son groseras y se refieren a cuerpos y fluidos corporales, alcanzando el ensañamiento con los físicos que no se ajustan al canon que propone la película –véase cómo son tratados los personajes del propio Kershaw, la novia de Doorbal y los empleados del restaurante de Kershaw; y los gags exitosos –muy pocos, a decir verdad– generan apenas una leve carcajada. Si el contraste –burdo, por cierto– que propone la historia es el de la perfección corporal de los protagonistas versus su imperfección moral y falta de escrúpulos, Bay es claro y toma partido por lo primero.

Tal como derrumba montañas, vuela edificios y revienta muelles y máquinas por doquier en un mismo plano, lo mismo hace Bay con los cuerpos y acciones de los personajes de la película. Lo que destaca son las apariencias, las superficies, sea que se filme un auto, un robot, un físico-culturista o un asesinato. Entonces, no importa si hay tortura o desmembramientos, saliva o sangre, grasa corporal o músculos, siempre y cuando sea filmado como un simple objeto. Porque a Bay los cuerpos le importan meramente como eso, como Transformers de carne y hueso cuya destrucción es tan posible, trivial, espectacular y estilizable como una pared que vuela en mil pedazos producto del impacto de una bazooka.

Michael Bay ha filmado una cinta de superficies y colores, el filme que siempre ha querido realizar, la película perfecta. Hacia el final, justo antes de los títulos de cierre, Bay echa mano de fotos de archivo de Lugo, Doorbal y sus secuaces en la cárcel, a las cuales adiciona su prontuario, casi como en un acto desesperado por reivindicarse y brindar paz al espectador y aclarar que todo está bien, que a los chicos malos les cayó todo el peso de la ley por los pecados que ha sabido vanagloriar a lo largo de dos horas. En aquellas fotografías, los asesinos miran a cámara, inertes y con sus rostros sin emoción alguna, como si fueran objetos, esos que tanto obsesionan a Michael Bay.

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