Críticas de cine

Crítica: Splice. Un cuento de hadas genético

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Tras ser nominada a mejor película en el festival de Sitges 2009 y ganadora en lo que se refiere a efectos especiales, “Splice” se nos presenta como uno de los films más originales e innovadores de este año.
 
Todo ello desde la perspectiva de un proyecto de serie B, cuyo presupuesto de 30 millones, por cierto, es inversamente proporcional a la bastante aceptable calidad de sus efectos visuales.
 
Extraña y atrayente como sólo el director de “Cube”, Vincenzo Natali, sabe recrear una historia, “Splice” constituye (al menos durante su primera mitad) un cuento de hadas biotecnológico que nos sitúa al borde de las lágrimas y de lo moralmente correcto.
 

 
Así, el guión de Doug Taylor y Antoinette Terry Bryant sigue, de principio a fin, la investigación de los científicos Clive Nicoli (Adrien Brody) y Elsa Kast (Sarah Polley) en busca de una proteína de gran importancia para la genética. Pero Elsa decide cruzar la línea de lo prohibido arriesgándose a mezclar ADN humano con el de una especie modificada genéticamente.
 
El resultado es Dren, una criatura sobrehumana que evoluciona a una velocidad muy superior a la del ciclo vital del hombre, en ocasiones desarrollando instintos de depredación incluso sexual. Y el hecho de que Elsa deje de distinguir entre lo profesional y lo emocional sólo hace que complicar las cosas.
 
La interpretación de estos dos actores, tan asiduos de todo film independiente que se precie, quizá logra salvar los agujeros presentes en el guión (sobre todo en el caso de Sarah Polley) porque, pese a la poco usual idea inicial y al alto contenido emocional que carga la primera parte de la película, “Splice está cargada de fallos.

Los hay en el rodaje de escenas sin sentido, como esa en la que la criatura, aún en su placenta,  muerde a la protagonista. Ésta sufre una especie de ataque y, acto seguido, un heroico Adrien Brody conoce la cura y la salva administrándole en el muslo lo que parece una inyección de adrenalina. Y ahí es cuando nos preguntamos el significado de semejante escena. 
 
¿Era la protagonista víctima de una súbita reacción alérgica generalizada? (Lo que explicaría la supuesta inyección de adrenalina). ¿Epiléptica? ¿Sufría los efectos de un veneno segregado por la criatura y Brody supo cuál era el antídoto en dos segundos?
Y, lo más importante de todo. ¿Qué pinta una situación así cuando no se le vuelve a hacer referencia en toda la película?
 
Pero eso queda en el olvido cuando, a medida que la historia avanza, los personajes se van volviendo casi más extraños que la criatura y el espectador deja de verse (y de querer verse) identificado con cualquiera de ellos (véase escenas en las que mantienen relaciones carnales con el nuevo animalito).
 
Y para culminar su obra, director y guionistas pegan una patada a todo interés moral y filosófico que el tema pudiera suscitar, para convertir al nuevo fenómeno genético en un auténtico “transformer” con sed de sangre (y sexo).

En definitiva, una caótica forma de terminar lo que había comenzado  con muy buen pie: el planteamiento de los límites de la ciencia  en la clonación humana y la confrontación de sentimientos que un avance así podría conllevar.
 
Un avance para el que los seres humanos no estamos preparados.

Marta C. Catalán

Foto, vídeo y gestión cultural. Aprendiendo a gestionar vías de escape al aburrimiento.

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